Inocentada

CUALQUIER persona humana –y hasta los animales no del todo racionales– tiene la obligación de ser fiel a sí misma, es decir, de no estremecer con su comportamiento, tras conocer qué se espera de ella. Es lo contrario exactamente de lo que ha decidido el ministro de Justicia respecto al aborto. Ni una monjita virgen hubiese planteado un proyecto como el suyo. Cierto que, al atravesar la puerta del ministerio, debió santiguarse como mínimo. Pocas cosas me han sorprendido tanto. Una vez hecho a las sorpresas que el partido en el Gobierno nos depara, ahora resulta desconcertante a fuerza de estar desconcertado. Sin embargo, lo de Ruiz Gallardón no sólo me ha causado sorpresa –desagradable, claro– sino sobrecogimiento ante lo que pueda dar de sí –esta vez, de no– un hombre que creíste tu amigo, y cuyo nombramiento me ilusionó quizá más que a él. (¿O es que tiene una fábrica de preservativos?) Qué prueba de que no hay ministerio inofensivo o carente de posibilidades sobrecogedoras. La posible –ojalá se hunda– ley del aborto es uno de los retrocesos más estremecedores que ha dado este país. Sólo algo nos devolverá a una paz relativa: que se trate de una inocentada.